Pocos contemplaban en ese ambiente festivo en el que se convirtió Porto Alegre que Uruguay sufriera ante Japón. Sin embargo, bastaba conocer el fútbol que proponía el seleccionado nipón para darse cuenta que no sería nada fácil para la Celeste. Dicho y hecho.
Japón corrió la cancha y sacó provecho de los espacios que aparecieron entre la defensa y el mediocampo. Allí, a espaldas de los volantes internos, la selección japonesa lastimó buena parte del primer tiempo.
Lo dejaba venir a Uruguay, recuperaba y corría a campo rival. Una vez allí manejaba la pelota sin prejuicios, con buen toque y sociedades interesantes.
Recién cuando la Celeste detectó que lo mejor era saltearse el mediocampo comenzó a imponer condiciones. Le costó al equipo moverse en bloque en el campo rival. Estuvo impreciso, careció de elaboración y sufrió en el retroceso.
A pesar de todo eso Uruguay tuvo más la pelota, cargó con la responsabilidad del partido y generó varias situaciones de gol. Pero una cosa no quita la otra.
Lo que nadie puede reprochar de la actuación ante Japón es la actitud. Siempre se mostró dispuesto y lo intentó hasta el final. En el último tramo, sobre todo desde el ingreso de Valverde, el juego en el medio se clarificó. Siempre certero en la toma de decisiones, el del Madrid abrió la cancha y la amplitud generó los espacios por el medio.
Pero la ansiedad en los últimos metros fue perjudicial. Los jugadores parecían sentirse en deuda con los 15.000 hinchas que habían llegado de Uruguay, que habían emocionado con el himno y que esperaban el triunfo. Entonces ahí, en los últimos metros, cuando más frío hay que ser, el corazón le ganó a la razón.
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