El 11 de abril de 1831, el Estado uruguayo intentó desaparecer de sus tierras a los pobladores originarios. El primer presidente constitucional del lactante Estado Oriental del Uruguay, el respetado general Fructuoso Rivera, para terminar con los seres sin alma —según afirmaba la Iglesia—, utilizó la estrategia que a los apropiacionistas europeos ya les había dado excelentes resultados en Asia y otras partes de América: la traición.
El lugar elegido para el partido fácil que armó nuestro primer presidente —hombre que le ha dado el nombre a calles, avenidas, parques y hasta a un departamento— fue Salsipuedes. Paraje sin elevaciones, los que escaparan de la reunión concertada para recibir tierras y cuidar fronteras serían fácilmente perseguidos. Sobrevivieron mujeres y niños, que fueron trasladados a la fortificada Montevideo como esclavos, más aquellos que, conociendo a Rivera, desconfiaron y no fueron.
La matanza de Salsipuedes —que nos importa mucho menos que la mitad de ese pepino que hace décadas no le importa a nadie— es un buen ejemplo de cómo la falta de memoria, verdad y justicia cosecha con el paso del tiempo una visión deformada, no solamente de los hechos, sino de la existencia. Este desinterés y apatía colectivos por los seres humanos nacidos de esta tierra nos niega la posibilidad de comprender lo que sucede con otros pueblos originarios, donde el progreso continúa correteando nativos para hacerse de sus tierras. No hay forma de interpretar y solidarizarnos con esas injusticias porque el tema no está en nuestra matriz. No existe en nuestro colectivo algo llamado nativos, pueblos originarios, aborígenes, primeras naciones, etc.; eso nos resulta menos cercano que la cultura tibetana.
Salsipuedes es una de las infinitas manifestaciones de la prehistórica ley del más fuerte. Por ella se rigen el machismo, el racismo, el maltrato a niños y ancianos, las minorías poderosas que deciden por mayorías empobrecidas, el despojo que cometen países militarizados —como Estados Unidos, Francia, Inglaterra—, que inventan guerras para hacerse de los recursos naturales —más que guerras son campos de exterminio como Irak, Libia, etc.
Le vendría bien al planeta un terremoto de sinceridad y que la especie humana se decidiera a garantizar los derechos humanos, algo que, al menos con sus pueblos originarios, instrumentaron Canadá y Nueva Zelanda con la política conocida como La Reconciliación.
Canadá —que, dicho sea de paso, es un socio incondicional del narcisismo político y militar estadounidense— fue el pionero de La Reconciliación, y Nueva Zelanda, el alumno que superó al maestro. Ambos Estados reconocieron, con la correspondiente revisión histórica y pedidos de disculpas públicos, que a los pobladores originarios los sucesivos gobiernos los habían traicionado, habían desconocido tratados, organizado matanzas, pauperizado sus condiciones de vida, desculturizado, institucionalizado niños, desaparecido gente, etc. No se quedaron en la retórica: inmediatamente igualaron los derechos civiles con los del resto de la ciudadanía, devolvieron tierras, entregaron dinero, mucho dinero, dieron apoyo para la recuperación de sus culturas, instrumentaron cuotas políticas, generaron políticas sociales de todo tipo, favorecieron la autonomía y, por sobre todo, escucharon lo que los nativos tenían para decir. Si bien aún queda mucho por hacer, esta realidad ha tenido un impacto tan positivo que el mundo occidentalizado de estas sociedades está nutriéndose de la cultura ancestral originaria que prioriza el respeto por la tierra, los animales y las plantas, la palabra de los ancianos, el culto a los muertos y la vida comunitaria.
¿No te resulta vivificante que algo así esté sucediendo?
La otra reunión de este 11 de abril —Plaza Libertad, hora 18—, bajo la consigna Por la democracia, contra la impunidad, tiene origen en las declaraciones —y sucesos posteriores— de José Gavazzo frente al Tribunal de Honor del Ejército, donde reconoció que en 1973 había desaparecido a un detenido. Es la primera confesión de un desaparecedor autóctono. Por fin algo nuevo bajo el sol. También hay algo nuevo bajo la luna de una larga noche oscura: la evidencia de que se intentó ocultar y manipular la inédita confesión, que testimonia el autismo militar y la indiferencia y la arrogancia paternalista del gobierno, que hay que extender a todos los gobiernos posdictadura.
Sin excepciones, algunos de forma más evidente que otros, los gobiernos han buscado durante décadas desinteresar a la población, haciendo girar en círculos el tema de los derechos humanos, y también han coaccionado, con una amplia variedad de colores y sabores, a los comprometidos con el tema, gente que se caracteriza por su resiliencia y que no está dispuesta a vivir en la mentira, el olvido y la injusticia.
Los derechos humanos vuelven a estar sobre la mesa. Por largos períodos, pausados por la actuación puntual de algún fiscal no consecuente con el mandato silencioso, ha parecido que el asunto no iba a ningún lado. En la cotidianidad, el sentir era que lo que había que hacer ya se había hecho. Las dudas sobre la integridad de la actuación judicial no existían en la gran pantalla, pero todo cambiaba si llegaban al microscopio. La rigurosidad profesional y académica de quienes en los últimos tiempos actúan en la Fiscalía de Derechos Humanos ha dado inicio a un período de credibilidad, democratización, esperanza y humanidad… Porque en esta vida humana ¿no son los derechos humanos una de las cosas que deberíamos defender en bloque?
La necesidad de que nuestra sociedad se desarrolle saludablemente, tomando distancia de la mentira, el miedo y las cuentas pendientes que generan disfuncionalidad, no deja de vibrar. Habrá una instancia de paz cuando llegue el sinceramiento militar sobre la guerra de abuso contra la ciudadanía durante la dictadura. Claro que sin la voluntad política va a ser muy difícil, y siempre hay que tener presente que la retórica política es una cosa, y la acción, otra.
Traición, partido fácil, matanza, ley del más fuerte, impunidad histórica… es el legado oculto del general Rivera…. La Reconcliación canadiense pudo haberse llamado Memoria, verdad y justicia, y a la ausencia de estas tres necesidades básicas del ser humano la podríamos bautizar, para que el olvido sea algo menos que olvido, Salsipuedes.
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