Fernando Medina

El Premio Nobel de Literatura, ese dudoso antologista

Lo que voy a decir no tiene ninguna pretensión crítica salvo la de provocar a otros lectores habituales de literatura de imaginación. Me encantaría, de hecho, que reaccionaran y dijeran “no entendés el espíritu del premio” o “la verdad, con tal escritor fuiste muy injusto” o redondamente “mejor no hablés, se nota que no sabés nada”.

Actualizado: 25 de setiembre de 2018 —  Por: Fernando Medina

Este año no habrá Premio Nobel de Literatura. Escándalo sexual. Cuestión de desaparecer un poco. No sé muy bien. Debe ser algo muy serio, estoy seguro, pero no hace a lo que me interesa aquí, no hace a mi desvelo diario, que es leer buenos libros. Lo que me importa es que hace tiempo que tengo una sensación como lector, respecto del premio y este año de descanso puede ser una buena oportunidad para compartirla.

Va así, no sin énfasis: al menos para nosotros, para lo que Virgnia Woolf llamaba el lector común, el Premio Nobel de Literatura no sirve como faro crítico. No sé si esto cabe a lectores de todo el mundo o solo a nosotros, los hispanófonos, pero es así. Los eligen mal a los escritores. O mejor dicho, los eligen atentos a cosas que no son la buena literatura. En ese sentido, en términos basquetbolísticos, tiene un porcentaje de acierto bajísimo. Pero olvídense del porcentaje, porque se da una casualidad y dan en el clavo y tenemos un hallazgo -Coetzee, pongamos por caso-; el problema está en cómo parece leer el comité, en cómo parece decir esto vale más, esto vale menos.

Primero que nada está la fastidiosa rotación geopolítica, que resulta fatal a efectos literarios (y a propósito: venimos de Dylan y de Ishiguro, que es inglés, sí, pero que lo cuentan como japonés; 99 de 100 que el próximo va para Europa y para una mujer). Pero hay algo peor. Algo que no sé definir pero que a lo mejor lo puedo mostrar.

Déjenme pasar en limpio el historial del premio. Pero no con banderitas, conteo de mujeres y recuerdo de escritores heroicos que no lo fueron a levantar. No. Una versión más simple y más viva del historial, me parece; la que resulta de recorrer librerías, de asomarse a catálogos editoriales, de conversar con otros lectores más activos e inteligentes que uno y sobre todo, claro, de leer, de vivir asomado a la literatura. Propongo una serie de categorías y reparto los nombres.

Ganadores del Premio Nobel de Literatura que están hoy completamente olvidados:

Sully Prudhomme, espectro francés que el comité prefirió, según las nominaciones de ese año, por encima de Tolstói, como para empezar bien. Bjørnson, Frédéric Mistral, José Echegaray, Sienkiewicz, Carducci, Christoph, Lagerlöf, Heyse, Hauptmann, Heidenstam, Gjellerup, Pontoppidan, Spitteler, Jacinto Benavente, Reymont, Deledda, Undset, Karlfeldt, Galsworthy, Bunin, du Gard, Sillanpää, Jensen, Lagerkvist, Mauriac, Laxness, Perse, Andrić, Seferis, Agnón, White, Eyvind Johnson, Martinson, Elytis, Seifert, Seamus Heaney.

Total: 36. ¿Discrepancias? Sospecho que no. Por qué los eligieron en su momento es difícil de decir. Nada comunican a ese respecto los textitos de contratapa que acompañan las designaciones. Juzgo improbable que haya sido por auténticas razones literarias.

Ganadores olvidados todavía vivos:

Gao Xingjian y Mo Yan son chinos. Ganaron el Nobel en 2000 y 2012 respectivamente. Desde luego que es discutible que estén olvidados. En cambio no es discutible que las muy limitadas ediciones de sus libros, como los estadios después de los mundiales, tienden a juntar polvo en los anaqueles; y no es por razones de lejanía o de extrañeza; Qiu Xiaolong también es chino, las tramas que crea para su comisario poeta Chen-Cao son de lo más complicadas y sin embargo tiene muchísimos y muy apreciativos lectores. Elfriede Jelinek, la austríaca, ganó en 2004; pregunten a cualquier librero; la respuesta, lo juro, va a ser: “no vendo un libro suyo desde el año del premio”. Lo mismo sucede con los libros del francés Jean-Marie Le Clézio de los que vimos, en el principio, una gran cantidad de ediciones (de Seix Barral, de Tusquets, de El cuenco de Plata, de Adriana Hidalgo), y ahora, nada o casi nada. Lo que vemos, aquí y allá son las ruinas. Libros demovidos a mesas de liquidación, a supermercados, a depósitos, cuando no a la tristísima tarea de nivelar las patas de un piano.

Total: 4.

Ganadores a duras penas legibles:

Theodor Mommsen, Rabindranath Tagore, Romain Rolland, que no está olvidado porque algún incorregible todavía le guarda cariño a su insoportablemente exaltada biografía de Beethoven; Sinclair Lewis, Pearl S. Buck, Gide, Quasimodo, Asturias, Aleixandre, Simon, Soyinka, Brodsky, Cela, Gordimer, Ōe, Pinter, Doris Lessing, Tranströmer.

Total: 18.

Ganadores todavía legibles:

Knut Hamsun, Anatole France, Eugene O'Neill, Gabriela Mistral, Juan Ramón Jiménez, con perdón de Ida Vitale, que tantas veces ha dicho que Juan Jabón Jimenez es su gran maestro; Borís Pasternak; todo el tiempo volvemos, encantados, a la historia de la publicación de Doctor Zhivago. A lo sumo a la película. Pero, ¿al libro? Comparativamente poquísimo y lo confirma el panorama editorial. Steinbeck, Sartre, Shólojov, Nelly Sachs, Solzhenitsyn, Böll, Montale, Bashevis Singer, Miłosz, Canetti, Walcott, Grass, Naipaul, Munro, Modiano, Ishiguro.

Total: 22.

Leídos y ampliamente admirados:

Maeterlinck, Bergson, Thomas Mann, Pirandello, Hesse, T. S. Eliot, Kawabata, Beckett, Neruda, Bellow, García Márquez, Golding, Mahfuz, Octavio Paz, Toni Morrison, Szymborska, Saramago, Kertész, Coetzee, Pamuk, Herta Müller, Vargas Llosa.

Para descrubrir a García Márquez, Octavio Paz y Vargas Llosa no necesitábamos ayuda. Valen para el resto del mundo. Para nosotros, desde el 78 cuatro o cinco hallazgos, como mucho, de William Golding, autor de la soberbia El señor de las moscas a la sin duda admirable Herta Müller.

Total: 22.

Indiscutidos grandes escritores:

Rudyard Kipling, W. B. Yeats, Bernard Shaw, Faulkner, Bertrand Russell, Hemingway y Albert Camus. Que no haya mujeres en esta categoría es algo con lo que el autor de este artículo no tiene nada que ver. Fue el comité el que no se dio cuenta de lo extraordinarios que son los libros de Edith Wharton, Virginia Woolf, Silvina Ocampo o Susan Sontag.

Total: 7.

Indiscutidos grandes escritores que no ganaron el premio:

No sin énfasis: que Tolstói, Henry James, Strindberg, Svevo, Valéry, Proust, E. M. Forster, Joyce, Scott Fitzgerald, Lampedusa y Nabokov (por interrumpir la lista en diez) no lo hayan ganado hace caer pesadamente sobre la mesa el expediente del error, el expediente de la distracción crítica imperdonable; y el caso de Strindberg ilustraría este punto por sí solo. Siete ganadores locales a la fecha y justo omitieron al único que verdaderamente perdura.

Lo que pasó con Borges y con Kafka debe analizarse por separado. No por complejo sino por significativo. La omisión de Kafka es disculpable, pues en vida casi no publicó. Mientras que lo de Borges está en el extremo opuesto: fue el error más grosero del comité. Para agravarlo, hace poco se desclasificó un documento que revela que no le dieron el premio porque lo consideraron -cito- “demasiado exclusivo o artificial en su ingenioso arte en miniatura”, un juicio tan desafortunado que no vale la pena contradecirlo, pero que en cualquier caso confirma que no fue una cuestión política, como siempre se pensó, la que dejó sin premio a Borges sino ¡ay! literaria.

En mi clasificación no tomé en cuenta a Winston Churchill, Dario Fo, Bob Dylan y Svetlana Aleksiévich porque entiendo que sus jurisdicciones y méritos exceden lo literario. En cuanto a las categorías, la cuestión de la lengua inglesa y el imperialismo cultural se cae cuando pensamos que entre los olvidados hay autores como Grazia Deledda, la poeta italiana, perfecta contemporánea de, por ejemplo, Italo Svevo, autor de la maravillosa La conciencia de Zeno, que ahí está todavía gozando de ininterrumpidas ediciones en todos los idiomas literarios importantes; para no hablar de John Galsworthy, cuyos libros inútilmente pertenecen al señalado imperio cultural.

En defensa del premio se puede objetar que no hay espíritu crítico que pueda indicar, sin margen de error, quiénes son los autores de su tiempo que van a perdurar. Está bien. Sin embargo, la pura verdad es que no sabemos qué pasaría si en lugar de elegir a los ganadores según si pertenecen a un continente o a otro, según si son de la raza o el género a los que toca su turno, se los eligiera por competencias estéticas. Dicho de otro modo, la prolijidad ya ha mostrado lo que puede dar. ¿Por qué no intentar, entonces, para ver qué pasa, aquello de weigh and consider, como decía Francis Bacon, leer en serio?

Admito que puede ser descaminado de mi parte guiarme en algunos aspectos por el mercado editorial. Alguien puede decir: Cómo ganar amigos de Dale Carnegie nunca se dejó de imprimir desde su publicación en 1936 y es un libro que no vale demasiado, para muchos una tontería. De acuerdo, pero no es tan sencillo. En su exitismo -indiscriminado, irreflexivo, estadístico- , el mercado editorial también termina por amplificar los grandes hallazgos críticos. Lúcidos o casuales, justos o injustos es otra cuestión. Lo cierto es que alguien influyente dice algo y basta esperar y ver lo que sucede en las librerías. Se da así. Que lo digan Felisberto o Levrero. Por eso, en parte, conté la cantidad y miré la variedad de los lomos para decir este sí o este no. Los lectores son los que validan, es verdad, pero sin chispa no hay fuego.

Para terminar, una antología perfecta en tiempo real, ya lo dije, no se puede hacer. Pero una mejor que esta, sin duda. ¿Contaron? Son 58 nombres en 114 antes de llegar a los que son, apenas, legibles. Si los hubieran elegido con una sensibilidad literaria más llana y honesta, el premio hubiera ido para Estados Unidos, para Italia, para Argentina demasiadas veces tal vez, sí (tal el mapa físico de la literatura del siglo XX), pero hubiera estado bien. ¿Qué hubiera pasado en el siglo XVI? Igual se salteaban a Cervantes o a Shakespeare porque antes de 1616 ya le había tocado a Europa dos veces y justo habían ligado Tirso de Molina y John Webster.

Está claro desde el principio: la Academia Sueca elige a los ganadores a su antojo y no tiene por qué atender reclamos de ningún tipo. Ni insignificantes como el mío ni de Harold Bloom ni de nadie. Bien pensado, el comité no tiene nada que revisar. El problema, si lo hay, es nuestro, de los lectores. Quiero decir, este ya viejo certamen escandinavo que hemos elegido como el más luminoso de los faros críticos de la literatura, que como ningún otro hace aparecer reseñas, comentarios, recomendaciones, ediciones, impresiones, mesas de destacados, vidrieras, marketing, entrevistas, perfiles, bueno, pues diríase que apunta para cualquier lado, que sin parar se desacredita a sí mismo; y aun así, por terquedad o por pereza, le seguimos prestando atención. ¿No podremos, aprovechando el receso, cambiarlo por otro?



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