La historia de la lucha contra distintas formas de corrupción es larga en el Uruguay. Particularmente desde la firma en Caracas de la Convención Interamericana contra la Corrupción, apoyado por varios movimientos sociales, el tema comenzó a tomar mayor relevancia. Se crearon órganos especializados para el combate a la corrupción y se adoptó en el país el discurso de la “lucha contra la corrupción”. La evidencia a la fecha es que, 20 años después, esos órganos carecen de presupuesto significativo, sus potestades de control son pocas y rara vez son ejercidas. El eje de este accionar se basa en la recolección de información sobre el patrimonio de un grupo de personas dentro del sector público. Las llamadas “declaraciones juradas” en general se recogen, pero nadie seriamente controla su contenido. La guerra contra la corrupción en el Siglo XXI se pelea -siendo generoso- dentro de un paradigma del siglo XX y con escasos recursos. Siempre se dirá que Uruguay es un país muy respetado a nivel internacional en esta materia, pero el ejemplo chileno (país que dedica mucho más recursos a estos temas) ya nos debería haber enseñado una lección sobre la distinción entre percepción y realidad.
La decisión del diputado Gonzalo Mujica de liberar su propia declaración patrimonial generó un efecto de contagio en el sistema político uruguayo. Varios miembros de todos los partidos comenzaron liberar la suya vía Twitter, Facebook y demás canales web. Esto es bienvenido, pero entender y comparar la información presentada es ahora complejo. Tanto el Partido Independiente como el Movimiento de Participación Popular presentaron proyectos tendientes a fortalecer el proceso de publicidad de las declaraciones patrimoniales. En particular el proyecto presentado por el diputado Daniel Caggiani del MPP incluye actores del sector privado. Varios legisladores (en todas las tiendas) resienten la idea de mostrar sus declaraciones y prefieren -como hasta ahora- un sistema centralizado (y bastante inefectivo) de control. Algunos juristas afirman que este tipo de obligaciones van más allá de lo que permitiría la Constitución. Parece haber voluntad, pero cuando se llega a la letra chica, se encuentran muchos escollos. Comienza a operar la llamada retórica conservadora basada en sus clásicos pilares: “es inútil”, “no se puede” o “crea riesgos desmesurados”.
Hay que pensar este tema desde el Siglo XXI donde el poder no solo reside en el sector estatal. La corrupción es hoy un fenómeno que involucra tanto al sector público como privado. También como argumenta el Profesor Fung -hoy decano de la Escuela de Gobierno en Harvard- hay que avanzar la idea de una transparencia democrática. Esto implica sostener que debemos saber más sobre las organizaciones que mayor control ejercen sobre nuestras vidas, que cuanto más poder esas organizaciones tienen más debemos saber sobre ellas, que esa información debe ser fácilmente accesible, y que las estructuras sociales y económicas deben permitir actuar a la ciudadanía en base a esta información. Así es como hoy la ciudadanía controla el parlamento en Argentina. En resúmen a quien tenga poder debe pagar el precio de que la sociedad lo vigile.
Consecuentemente es saludable incluir más actores, incluso del sector privado. Pero también es saludable establecer normas acerca de cómo la información estará disponible. Toma particular importancia la idea de los formatos que hacen que la información sea comparable. Esta preocupación no se encuentra hoy reflejada en los proyectos de ley. Si vamos a publicar esta información en un oscuro sitio web o en un diario oficial, pocos podrán ejercer seriamente control. Los detalles de qué información está disponible, en qué formatos, cómo y quién accede son claves. Si como hoy, terminamos en un mundo de supuestas salvaguardas institucionales que poco controlan, será un fracaso. Si el control se socializa y promueve estándares éticos en el ejercicio del poder, será una victoria.
Desde la sociedad civil se ha apoyado esta discusión sobre las declaraciones patrimoniales. Pero también se ha señalado que es solo un comienzo. Fenómenos como el conflicto de interés, el lobby que se realiza al sector público, la transparencia en la elaboración de las normas y por supuesto la difícil relación entre el dinero y la política, requieren de acciones concertadas del gobierno y la sociedad en el siglo XXI. Es lo que constituye parte central de la narrativa de gobierno abierto, hoy tan de moda en Uruguay. Hay quienes expresan sus serias dudas sobre esta agenda, calificando de farsantes a todo el sistema político. El argumento central de la postura es que no hay más control, porque en definitiva no se votan las normas. Existe una cuota de razón, pues por más de 20 años hemos asistido a pocas acciones y un pobre debate sobre este asunto. Pero no solo es votar o asignar recursos al grito. Para “atar la vaca” se requiere de maña, y no solo de fuerza. El tiempo dirá si nos encontramos frente a una nueva obra teatral o frente a otro de los avances democráticos que tanto suelen enorgullecer al país.
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