Termina un nuevo año en el que la temática de seguridad ciudadana vuelve a ser protagonista. El contexto en el que esto ocurre continúa siendo especialmente complejo por varias circunstancias. En primera instancia por tratarse de un tema en el cual es posible identificar un importante déficit de información. Pero también por tratarse de una temática en relación a la cual la información pública existente no ha sido presentada en forma periódica y sistemática.
Es una realidad conocida la existencia de importantes polémicas en relación a la forma en la cual se elaboran los datos, se presentan y se analizan. La realización de un diagnóstico profundo de las deficiencias de los sistemas de información podría dar lugar a un extenso análisis, pero es preciso dar cuenta de algunos de los principales problemas. En la actualidad la información pública sobre el fenómeno de la delincuencia y en especial de la juvenil se caracteriza por su aislamiento, falta de publicidad, problemas para el acceso, la imposibilidad de admitir comparaciones, y la ausencia de reflexión crítica. Esto último, incluso por parte de las propias agencias que los tienen a su cargo. Es posible identificar cierta precariedad institucional y de capacidad técnica en lo que refiere al manejo de la información. Las discrepancias entre los datos oficiales sobre el impacto de la delincuencia juvenil en el total de delitos que se cometen, así como inexistencia de anuarios o boletines estadísticos comprensivos y analíticos son buenos ejemplos de esta circunstancia, excepto por la labor que se desarrolla desde el Poder Judicial y el Observatorio del Sistema Judicial. No obstante, han existido avances en los que tiene que ver con la creación y actualización de sistemas de información y la inclusión del tema en la agenda de los poderes públicos. Pero aún no es posible visualizar el impacto de estos avances.
Los problemas mencionados tienen consecuencias prácticas. El análisis de la información a los efectos de formular y comprobar las hipótesis de las intervenciones, la generación de conocimiento sobre el sistema de penal juvenil con base empírica para buscar las mejores soluciones, o reducir el error en las intervenciones, entre otras acciones indispensables dentro de una política pública racional, son imposibles sin un sistema de información, que desarrolle y privilegie una serie de indicadores, más allá del referido a la cantidad de fugas. Si no es posible medir claramente y en forma sostenida en el tiempo qué funciona, qué previene, qué reinserta en la sociedad a quienes pasan por el sistema penal en general y por la justicia juvenil, se hace imposible discutir racionalmente con quienes plantean soluciones mágicas y represivas.
Se trata de que las políticas de prevención del delito efectivamente los prevengan, que las respuestas del sistema penal se encuentren dirigidas a la reinserción, y que de alguna manera tengan como resultado la no comisión de un nuevo delito. Pero para todo esto se requiere profesionalizar el sistema, poder evaluarlo y poder decidir qué es lo que funciona, cuándo funciona, por qué funciona y cómo replicarlo o modificarlo para mejorar su eficiencia en términos mensurables.
También forma parte del contexto el proceso de contrarreforma y la percepción de un crecimiento de la violencia y la inseguridad, que se traduce en cíclicas propuestas de mayor severidad en la aplicación de la ley penal por parte antes de algunos sectores, ahora de las mayorías. Las políticas públicas de seguridad ciudadana son de las que mayor relevancia han tenido en el debate público en las últimas décadas. No hay duda que se trata de un tema sensible e importante. La inseguridad generada por la criminalidad y la violencia constituye un grave problema donde se encuentra en juego la vigencia de los derechos humanos. Esta perspectiva tiene relación con la necesidad de que las políticas sobre seguridad ciudadana sean evaluadas en relación al respeto y garantía de los derechos humanos. Esto implica que la construcción de la misma debe incorporar los estándares de derechos humanos como guía y como límite a las intervenciones del Estado. Pero también desde esa perspectiva la seguridad ciudadana debe ser concebida como el derecho de todas las personas a vivir libres de las amenazas generadas por la violencia y el delito. No debería formularse de modo alguno, la existencia de una contraposición o incompatibilidad entre el respeto de los derechos y el desarrollo de políticas eficaces de seguridad ciudadana.
Sin embargo, los cambios recientes y los futuros no parecen obedecer a una lógica como la descripta, sino a embates represivos simbólicos y costosos. Aún podemos seguir preguntándonos ¿qué es lo que funciona a nivel de prevención, reinserción y disminución de la reincidencia? Termina el año sin que existan formas transparentes y confiables para responder estas preguntas. Y mientras tanto a nadie le importa la respuesta de para qué sirve aumentar penas, criminalizar las faltas, etc.; sólo las aumentamos creyendo contra toda evidencia que eso nos va a dar más seguridad.
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