Pero también se caracteriza por el hacinamiento, ocio compulsivo, la falta de privacidad, la precariedad e insuficiencia de las condiciones de alojamiento, la población reclusa alcanza las 9000 personas y la tasa de encarcelamiento cada 100000 habitantes es la segunda más importante de la región después de Chile. Efectivamente, mientras que Uruguay cuenta con unas de las tasas de delito más bajas del continente, nos destacamos por ser uno de los países que presenta una mayor tasa de prisionización. Como consecuencia de estas características señaladas y muchas otras tenemos un sistema inseguro y violento en el cual las muertes, los motines y los incendios son episodios que se reiteran con una periodicidad alarmante. Para colmo el 64% de la población privada de libertad es reincidente, lo cual demuestra el serio déficit de resocialización e inclusión de estas personas al egreso.
Pero poco importa. No nos importa que tengamos un sistema penal selectivo y discriminatorio, tampoco que nos digan que tenemos las peores cárceles del planeta. La pomposa declaración de estado de emergencia humanitaria de las cárceles tiene seis años, y de cambios no se ha parado de hablar. Sin embargo, parecería que estamos ante uno de los aspectos más complejos de las políticas públicas del país y que los avances son imposibles o demasiado costosos. Es eso o que en realidad no existe un interés real en modificar el sistema.
El sistema penal uruguayo es todo lo que se ha expresado y mucho más. Pero hay algo que es quizá su característica más estable pero no la más evidente: nuestro sistema penal es el producto de una persistente y generalmente encubierta cultura autoritaria; por esa razón no ha cambiado y es tan difícil que lo haga. Esta importante característica se verifica cuando observamos que mientras que en el resto de América Latina, se emprendían importantes reformas a los Códigos Penales y Procesales Penales, luego de la recuperación de las democracias, Uruguay se mantuvo ajeno a este proceso regional.
¿Por qué? ¿Por qué no se ha podido sustituir el Código Penal aprobado en la dictadura de Gabriel Terra en el 34? ¿Por qué en medio de las críticas al sistema carcelario continúa vigente el Decreto Ley penitenciario de 1975? ¿Por qué tampoco ha podido ser sustituido el Código Procesal Penal aprobado en 1980?
La respuesta parece evidente. Por más que se hayan escrito innumerables libros criticando estas normas, por mas que se hayan acumulado informes que refieren a la vulneración de derechos que se produce en el marco de los procedimientos penales, por más que se hayan documentado los fracasos del sistema, por más que se hayan pronunciado organismos internacionales expresando que tenemos las peores cárceles del mundo, por más que se hayan decretado emergencias carcelarias. Por más que suceda todo eso, tenemos una notoria incapacidad de sustituir democráticamente nuestra normativa penal de cuño autoritario.
Es preciso aclarar que buena parte de las graves deficiencias del sistema tienen su origen en esta normativa. Esta normativa es la que no permite el desarrollo de las medidas no privativas de libertad; la que dificulta el usufructo de las salidas laborales y por ende la reinserción de las personas privadas de libertad; es la que burocratiza las solicitudes de libertades anticipadas; es la que no permite la disminución de los tiempos para el dictado de sentencias; es la que ignora el tema de las adicciones desde un punto de vista terapéutico como un aspecto central de la intervención estatal; también es la que ignora a las víctimas de los delitos. La normativa actual no privilegia el seguimiento de los procesos individuales, ni la promoción de lo socio-educativo, ni la instalación de un sistema de información que permita contar con datos actualizados y confiables. En definitiva, la normativa actual es un importante obstáculo para tener un sistema penal adecuado y respetuoso de los derechos humanos.
Esto no quiere decir que no se hayan aprobado leyes referidas a la temática en democracia. Pero no han sido modificadas las normas estructurales del sistema. Cuando se logró aprobar un nuevo Código Procesal Penal en 1997 su vigencia fue suspendida y nunca logró ser implementado. El mismo camino sigue por ahora la creación de la Institución Nacional de Derechos Humanos que tendría competencias en el monitoreo de la situación de las personas privadas de libertad. Probablemente la norma reciente más importante en lo que refiere a garantizar los derechos humanos de las personas privadas de libertad haya sido la llamada ley de Humanización del 2005 pero no fue una ley que haya modificado la estructura del sistema ni que se haya caracterizado por su buen nivel de implementación.
La única real excepción a esta característica del sistema ha sido la tardía aprobación del Código de la Niñez y la Adolescencia en el 2004 que derogó el Código del Niño del 34. Esta es la única norma estructurante del sistema penal discutida en el marco de una deliberación democrática y que ha sido aprobada con el objetivo de adecuar la legislación interna a los estándares de derechos humanos. Paradójicamente, no han demorado en llegar los impulsos regresivos, contrarios a los derechos humanos pero esta vez con plena justificación democrática. Tanto bajar la edad de imputabilidad como mantener los antecedentes de los adolescentes luego de su mayoría de edad implican regresiones no sólo respecto del Código de la Niñez y la Adolescencia sino también respecto del propio Código del Niño del 34.
No hay casualidades en todo esto, existe una inmanente racionalidad del ordenamiento jurídico. No es casual que en estos momentos nuestros legisladores estén pensando en endurecer el sistema penal juvenil. Al fin de cuentas era la única norma penal aprobada en democracia y necesitaba un retoque regresivo para no desentonar en el concierto autoritario de nuestra legislación penal.
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