Por Cecilia Custodio (*)
Nicolás Navarrete es un soldado de 24 años, que en setiembre del 2010 se fue al Congo en misión de paz. Con esfuerzo propio y de toda su familia habían comprado un terreno en Toledo, y lo que cobrara por la misión estaba ya destinado a comprar los materiales para empezar a construir. Esa era su deseo y su objetivo, el de la casa propia.
Además del mantenimiento de los vehículos blindados (Mowag), durante durante muchas noches hacía guardias en los puestos de control. Otras tareas consistían en salir, junto con otros soldados, de patrullaje por la ciudad en camionetas (en la caja tienen asientos unidos por la espalda en los que van sentados tres mirando a un lado y tres al otro cargando sus armas, con chaleco antibalas y casco), y en tanques por los alrededores.
A los pocos días de llegar lo asignaron como custodio de un oficial que iba a llevar comida a un hogar de niños. Navarrete no sabía quiénes eran ni por qué estaban en ese lugar. Cuando llegó se encontró con un montón, desde chiquitos hasta adolescentes, la mayoría con unas muletas extrañas, con zapatos en los extremos. Observó, luego preguntó y supo que esos niños habían sido víctimas de poliomielitis por falta de vacunación.
Las prótesis que se utilizan en el Congo (Cecilia Custodio)
“Hay un señor que tiene idea de herrería y les fabrica estas muletas en una especie de tallercito que armaron en la casa, y cuando consiguen algún zapato del pie que tienen mal (o de ambos) se crean esa especie de pierna ortopédica”, contaba el soldado. Los niños, además, son huérfanos de la guerra o, simplemente por ser lisiados sus familias no se pueden hacer cargo de ellos y los dejan en ese lugar, por lo menos para que estén acompañados entre otros con los mismos problemas. Están solos, se cuidan entre ellos y la casa se las presta una persona, pero toda destartalada y sin ningún servicio: “Eran cuatro paredes, con piso en algunas partes agujereado y en otras ni existía directamente, algunas divisiones de ambientes en lo que se suponía una cocina y cuartos, y un terreno mediano en el frente pero tapado de basura. Por el costado de la casa había una especie de prisma de material que oficiaba de baño, pero sin agua ni artefactos, era un desastre”, recordó el soldado con pesar.El sorprendido Navarrete se fue con la cabeza estallando: “Me dijeron que desde que se habían encontrado con estos niños les estaban llevando comida casi todos los días, pero cuando me fui de ahí se me metió en la cabeza que teníamos que hacer algo más, yo tengo a mi hermano menor que no ve del ojo izquierdo y sé lo que es tener un problema, pero el tiene a su familia que lo ayuda, estos nenes no tenían a nadie”.
Esa misma noche se puso a redactar un proyecto, pero no sabía a quién presentarlo porque no es algo que suelen hacer los soldados, pensaba que los altos mandos no le iban a prestar atención. Se le ocurrió entonces hablar con la psicóloga de la base, le llevó su proyecto, ella se entusiasmó y lo presentó ante las autoridades. Tan buena resultó la gestión que el segundo grado dentro de la base lo recibió y presentó a su superior. Así fue como los niños tuvieron su fiesta de Navidad, con árbol y regalos, torta, jugos, música y felicidad: “no sólo porque estaban divertidos cantando y comiendo cosas ricas, ellos sentían que alguien se preocupaba por ellos, que no estaban solos en el mundo”.
Un día tuvo que visitar Kimúa (una localidad en medio de la selva a la que se accede sólo por helicóptero), donde hay una pequeña base uruguaya que protege a la población civil y a una escuela donde asisten la mayoría de los niños de la zona. Nicolás conoció la escuela y también a los niños, así como las historias de los tiroteos que habían sucedido en ese lugar, la muerte de una niña y los cientos de heridos, víctimas del fuego cruzado entre rebeldes y fuerzas congoleñas.
Durante su regreso a Goma (lugar donde se encuentra la base central uruguaya) de nuevo le estallaba la cabeza, y se le ocurrió que necesitaban diversión, que todos nuestros niños tienen un parquecito con hamacas y juegos, y por qué los de Kimúa no podían tenerlo. El proyecto consistió esta vez en conseguir dinero: “Al principio habíamos hecho una vaquita y veríamos qué se podía comprar, pero al final la base nos dio toda la plata”. A partir de esta acción los niños de Kimúa se hamacaron por primera vez en la vida, y disfrutaron desde temprano en la mañana hasta entrada la noche, de dos hamacas y un sube y baja: “Me contaban los que estaban en la base de Kimúa que al principio no entendían mucho, pero cuando les explicaron cómo eran los juegos y le agarraron la mano no se despegaron más. ¡Se subían de a cuatro en las hamacas!”.
Pero con este logro tampoco se quedó tranquilo, porque lo inquietaba la vida diaria de los niños “de la polio”, y para eso se necesitaba hacer mucho. “Por esas cosas de Dios, o del destino, aparecieron en la base dos periodistas españoles, Iván y Julio; me cayeron como del cielo para que esta vez fueran ellos quienes llevaran el proyecto a los superiores….Yo les hablé en tercera persona para que no pensaran ‘y este miliquito qué quiere’. Les dije que ‘se’ había creado un proyecto, como que no era yo el responsable”, contó entre risas Navarrete. Ante su asombro respondieron que sí de inmediato y se lo llevaron a la misma persona que había recibido el primero, el teniente coronel Marquez, que a su vez lo entregó al coronel Fregossi, y así se concretó la segunda etapa. “Los gallegos se engancharon tanto que Iván consiguió que en la escuela de su hija hicieran una colecta, donde recaudaron trescientos euros, con lo que compramos arena, portland y cal”.
Allá partieron Navarrete y tres soldados más a acondicionar y reparar la casa. Lograron hacer una limpieza profunda, hicieron todo el piso, limpiaron la basura del terreno, rellenaron agujeros y dejaron todo lo más habitable posible. El segundo paso consistía en que los 35 niños tuvieran agua potable y no potable (para beber, lavar la ropa y las ollas, bañarse y limpiar), y comida todos los días. Para eso asignaron a Navarrete como encargado, a lo que él agregó por instinto bañar a los más pequeños dos veces por semana. Antes de volver a su país, los españoles dejaron dinero para la compra de artículos de limpieza o en su defecto comida, la cual tenía que administrar Nicolás mes a mes.
La misión oficial de Navarrete seguía en los vehículos mecanizados, pero cada día hasta su regreso en marzo de 2011 este soldado brindó amor, atención y protección a estos niños. Su mente inquieta siguió creando, al punto de conseguir donaciones de uruguayos que visitaron el Congo de ropa y zapatos, remedios que enviaron los españoles y, lo más importante, sentar el precedente para que todo esto no se terminara en su persona: “Lo más difícil de todo fue cuando les tuve que decir que me volvía a Uruguay, algunos lloraban, otros se enojaron, otros no hablaban directamente”.
Pero el trabajo de Navarrete y de los altos mandos que llevaron a cabo esta misión humanitaria fue tan reconocido y apreciado, que el Ejército decidió no sólo continuar, sino duplicar la apuesta: a partir de este año brindarán capacitación técnicos de la Intendencia de Montevideo que se interesaron e involucraron con estas causas, a los soldados que vayan a las futuras misiones para que sepan tratar con este tipo de “otras misiones”. El ejército uruguayo hoy apoya varias causas además de estos niños, y existe la voluntad y decisión expresada del Ejército de generar mayor conciencia a todos los que van de misión -a todo nivel de mandos- para multiplicar las acciones de ayuda humanitaria, tanto en Congo como en Haití.
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(*) Colaboración especial de la periodista Cecilia Custodio en 180.