Por Cecilia Custodio (*)
Walberto Rodríguez tiene nombre de señor mayor, sin embargo es un casi adolescente de 24 años, de cara fresca y rasgos delicados. Tiene un bebé que nació prematuro, todavía en el Hospital de Clínicas; una esposa preocupada y una medalla de honor por su heroica labor en la República Democrática del Congo. Sin embargo tuvo que recibirla vestido de civil, porque era un desempleado más, luego de haber servido en el Ejército durante cinco años.
Era el 2010 y el soldado de primera Rodríguez formaba parte del contingente militar apostado en la base uruguaya del Congo, en misión de paz. Parte de la tarea implica permanecer un tiempo en una base localizada en medio de la selva, en la localidad de Kimúa. El objetivo de esa base es proteger a la población de los ataques de las diferentes fuerzas “negativas” (se le llama así a los grupos armados contrarios a las Fuerzas Armadas Congolesas, o FARDC). Una de ellas, el FDLR (Frente de Liberación de Ruanda) proviene del país vecino, y es fruto del genocidio ruandés de 1994, guerra civil en la que hubo millones de muertos y de desplazados, quienes se asentaron en la zona Este del Congo, que es la más preciada por su riqueza en minerales. Así, de personas acusadas de genocidio, que se escaparon para no ser juzgados en su país, se conformó el FDLR, y desde hace por lo menos quince años dominan la zona.
Las FARDC, que deberían proteger a su población, se caracterizan por hacer lo contrario: están mal o no pagos, por lo que consiguen dinero y bienes de la manera que encuentren, generalmente mediante robo o tráfico. Otro tipo de abusos vienen en el paquete, como violaciones en las aldeas, negociados ilegales con las empresas que obtienen los minerales, y la lista es larga.
En este marco confuso, en una lengua ajena (swahili, en el mejor de los casos un francés extraño) los uruguayos apostados en las carpas de Kimúa, lugar al que sólo se puede llegar (y salir) en helicóptero porque no hay rutas ni caminos, quedaron en medio de un fuego cruzado entre FDLR y FARDC.
Según el mandato de Naciones Unidas los llamados Cascos Azules, deben proteger a la población civil y están armados, pero si no son atacados en forma directa no pueden responder. En el momento que comenzaron los tiroteos seis de los militares uruguayos se encontraban en un alto en la escuela (lugar emblemático de Kimúa donde la población se refugia cuando estalla algún conflicto), uno de ellos era Walberto Rodríguez. El resto se encontraba en la base, en una zona baja, con mayor protección y con trincheras para el resguardo. “Había niños y profesores porque eran cerca de las cuatro de la tarde y estaban en clase, pero ni bien empezó el fuego la gente venía corriendo, llorando y gritando, de todos lados, a protegerse en la escuela. Nosotros no tuvimos tiempo ni de pensar, empezamos a ayudar a todos a entrar en la escuela, pero en un momento se llenó, entonces tuvimos que empezar a pedir a los hombres que salieran, para dar abrigo a mujeres y niños”.
Pero el caos sobrevino cuando cayó una granada en el techo, que rebotó y se metió a la escuela y explotó. Una niña murió, varios sufrieron heridas y una pequeña en particular había quedado muy grave y llena de esquirlas. La vieron, la llevaron a la base donde le dieron asistencia, y se salvó. Lo que más sorprende de la historia es saber cómo personas que tienen cierta preparación pero no están acostumbradas a vivir situaciones de alto riesgo, actúan de la manera adecuada y toman las decisiones correctas.
“Fueron momentos muy duros, porque además de proteger a la gente debíamos preocuparnos de mantener fuertes a nuestros camaradas, que ninguno se alterara ni perdiera el control”, narraba Rodríguez, ya con el rostro enrojecido del ímpetu y quizás de lo que representaba revivir el momento.
Luego de quedar pensativo por instantes prosiguió: “El tiroteo duró como cinco horas, pero parecieron días, porque fue un tormento. Para colmo cuando los del FDLR se empezaron a dar cuenta que empezaban a perder, muchos venían, tiraban las armas y querían meterse en la escuela de pesados, y ahí otra preocupación más, que era detenerlos. Miles de cosas te pasan por la cabeza, es todo muy rápido, pero era fundamental mantener la calma, porque si uno se asusta y empieza a los tiros se complica de verdad”.
La desigualdad en cantidad de hombres asusta, según el soldado, eran seis en la escuela, más unos ochenta en la base. Del FDLR eran unos cuatrocientos hombres, y de la FARDC eran mil personas al menos.
A la precaria base llegaron heridos de ambos bandos. Las fuerzas de Naciones Unidas tienen la obligación de prestar asistencia a las FARDC, pero no al FDLR, sin embargo los uruguayos no dejaron de atender a nadie. “Sinceramente hay que estar ahí, estábamos ya sin suministros, con muchos heridos y hubo que esperar hasta el otro día para que vinieran los helicópteros a trasladar a los heridos, que eran como cincuenta, pero el uruguayo es así, no deja a nadie tirado”, explicó acerca de la compleja situación.
Al regreso Rodríguez tenía una gran razón para avanzar en el trabajo: su primer hijo en camino. Buscó un ascenso (tenía la cantidad de años y la aptitud probada en misión para hacer el curso que le permitiría subir un grado), lo solicitó, le aseguraron que le iban a dar la oportunidad pero finalmente se lo negaron. Fue la segunda vez que le pasó (la primera fue antes de la misión, motivo por el cual decidió irse, porque fue la opción que le quedó para mejorar su ingreso), y la determinante para renunciar al Ejército. Hoy consiguió otro trabajo en la industria metalúrgica, pero sigue sintiendo que su carrera es la militar, con verdadera vocación y temple comprobado, pero sin oportunidades.
(*) Colaboración especial de la periodista Cecilia Custodio en 180.