¿Qué es un bar?

Hace ya unos meses esa pregunta me sorprendió en boca de un purrete, un chiquilín de bachín intrépido que me paró en una esquina; estupefacto, sólo atiné a darle un billete de $5 y un coscorrón amistoso en su cabecita enrulada y polvorienta. Sin embargo, esa noche no pude dormir. Hace poco fui a buscar al gurrumín con la respuesta en la punta de la lengua, pero ya no estaba: en su lugar habían construido un shopping.

Actualizado: 17 de mayo de 2011 —  Por: Pascual Aguirre Dumont

¿Qué es un bar?

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"La Guía del Estaño" no tiene otro fin que contestar esa pregunta. Cada quince días, en este espacio que tan gentilmente me renta el Sr. Desbocatti, trataré de develarles la esencia de un bar de barrio, el clásico bar de esquina, lo que la modernidad incluso llama un bar de mala muerte.

Por supuesto que soy consciente de que estoy abordando un imposible, porque tratar de poner en palabras todo lo que contiene y despierta un bar es tan inútil como pretender encontrar dos cantinas que escriban lehmeyún de la misma manera; pero todos los que me conocen saben cuánto me gusta cultivar las causas perdidas y la soja transgénica, por eso me embarco en esta patera que es la “Guía del estaño”, atravieso el mar Mediterráneo del “no se puede” y eludo la guardia migratoria del “qué dirán” sin otro objetivo que alcanzar el suelo italiano de los proyectos realizados y reclamar el asilo político de ustedes, los lectores. Y no voy solo en este viaje: estoy acompañado por esa veintena de inmigrantes nigerianos del sentir popular que es Don Esteban Torterolo.

Creo que el solo hecho de convocarlo a esta aventura es una apuesta por el boliche. Lo conocí hace 44 años en un bar y nunca lo traté en otra circunstancia. Y es lógico, porque sacándole el aura de complicidad y fraternidad que da el bar nada me uniría a un hijo de puta como Torterolo. Me veo a mi mismo en diversos eventos sociales (incluso simplemente caminando por la calle) y, ante la repentina aparición de Torterolo, improvisando intrincados planes de fuga o camuflaje con tal de no verme obligado a mantener una conversación con él y menos aún tener que presentárselo a algún conocido. Porque Torterolo, huelga decirlo, es poco menos que el eslabón perdido entre el mono y el orangután, entre los vascos que levantan una roca en sus espaldas y la propia roca: un tipo hosco, terco, bruto, chabacano, homofóbico, misógino, chauvinista e hipócrita. Y sin embargo nunca podría emprender un proyecto así si no es codo a codo con Torterolo, porque ¿qué cosa es el boliche sino ese espacio mítico donde dos personas que no tienen nada en común comparten una mesa, una picada, una partida de truco, una vuelta de la casa y una cirrosis silenciosa que crece medida a medida?

En el bar el dandy y el cuidacoche discuten de política, el ingeniero y el poeta juegan al casín, el padre de familia y el pata de bolsa ojean la sección deportiva, lo clandestino le paga una vuelta a lo legal y todo se vuelve homogéneo, como aquella cazuela del extinto bar La Perla que reinó durante dos décadas en la heladera en su mezcla milagrosa de mondongo y garbanzos y que nadie (nadie) podía decir a ciencia cierta dónde terminaba la cazuela y dónde empezaba el plato porque las fronteras habían sido borradas para siempre y lo que nació como alimento al poco tiempo fue duda (si tirarlo o venderlo más barato), luego fue vida (por el criadero de hongos en que se convirtió), luego talismán (los muchachos lo llevaban de mascota a los campeonatos de bochas) y finalmente, arte.

La mención del extinto bar La Perla no es antojadiza, este proyecto nació allí.

En 1965 mi paladar curioso me trajo al Uruguay y un tranvía me dejó en la sinuosa frontera entre La Comercial y el viejo Barrio Reus, donde esperaba alojarme en el Hotel Nuevo Amanecer tras haber pagado tres meses de renta por adelantado a través de un chef uruguayo que conocí en Cádiz en un simposio sobre usos medicinales de la piel del salame y que me cautivó con la promesa de un país de vacas gordas y caza libre de jabalíes. Obviamente el hotel no existía y nunca más vi al chef ni mi depóstito; pero sí vi al bar La Perla. Lo primero que me llamó la atención fue lo paradojal del nombre, ya que era un local que irradiaba oscuridad: la ventana en vez de recibir la luz del exterior proyectaba la oscuridad del interior del bar hacia afuera, dejando media vereda en penumbras a pleno mediodía.

Una vez que entré, supe que había encontrado mi lugar en el mundo. Tras años de recorrer el globo sin más norte que mi paladar por fin había encontrado El Dorado.

Sin embargo, el año pasado, La Perla cerró. Murió en silencio, aunque la agonía fue larga. Ya en 1965 estaba por cerrar, pero siempre el azar o los vacíos legales actuaban de tal manera que el desalojo nunca llegaba. Y sin embargo, el 16 de noviembre de 2008 fue el día tan temido.

Si el purrete me hubiese parado en la calle tres años atrás, no habría dudado, lo llevaba a La Perla, le compraba un medio y medio y un cigarrillo suelto y lo dejaba en manos de la Vida; sin embargo La Perla ya no estaba y yo no sabía dónde estaba parando la Vida.

Y así comenzó este periplo, de la mano de Torterolo recorrimos todos los boliches habidos y por haber en busca de la Vida. Y en esta recorrida descubrimos que la Vida tal cual la conocimos se había ido con La Perla, pero que en cada bar había un vestigio de ella y que quizá al final del recorrido que marca esta guía se complete.

Cuando ustedes hayan recorrido los 20 estaños que les proponemos y la última gota de la última medida de grapa del último bar toque sus labios, aparecerá en el piso, entre las damajuanas vacías y las servilletas manchadas de grasa, la sombra de aquel gurisito carasucia que los mirará a los ojos y les preguntará con su voz mordida por la polio: “¿Qué es un bar?”.

Y ustedes lo sabrán, porque a su lado está la Vida.

Con los ojos vidriosos le darán la respuesta y entonces la última copa se convertirá en la penúltima, el niño se convertirá en tango y el Canario Luna, desde el cielo, alzará su copa.

Salut!

Pascual Aguirre Dumont

El Bar, según Don Esteban Torterolo