Las sirenas de bomberos y policías sonaron en Fray Bentos después del mediodía de este domingo. Era la señal que esperaba la ciudad para comenzar los festejos por la confirmación del Paisaje Cultural Industrial Anglo como Patrimonio Mundial de la Humanidad por parte de la Unesco.
Durante la Segunda Guerra Mundial, la producción del frigorífico Anglo de Fray Bentos era vendida a Inglaterra para sus tropas; fueron tiempos de prosperidad para este coloso, testigo de la Revolución Industrial y ahora Patrimonio de la Humanidad.
En una tarde invernal, el sol se refleja en las aguas del río Uruguay y proyecta una luz particular sobre el gigantesco paisaje industrial dominado por el viejo matadero.
Las chapas oxidadas de los techos, construcciones de estilo inglés, una chimenea de ladrillo rojizo de 42 metros de altura y una quietud que contrasta con el ir y venir de hombres y animales que supo tener desde 1863 hasta su cierre en 1979, son testigos silentes del inexorable paso del tiempo.
Despacito, un escalón a la vez, José Bradford desciende por la escalera caracol roja y gris que lleva desde las viejas oficinas del Anglo al que alguna vez fuera el almacén. Todo ello se convirtió hoy en Museo de la Revolución Industrial.
Bradford tiene 94 años. Trabajó 42 en el frigorífico, al cual ingresó a los 14. Y lo recuerda bien: "Era un 7 de enero de 1936 a la hora 24. Trabajé seis horas y gané 90 centésimos". Con eso, podía comprar cuatro kilos de carne o, dicho de otro modo, ganaba lo suficiente como para pagarse una vida decente.
Uruguay presentó el Paisaje Cultural Industrial Fray Bentos a la Unesco para que lo incluya en su lista del Patrimonio Mundial. La vieja usina, que conserva su maquinaria original, es el punto central del parque que se extiende por casi 300 hectáreas.
Al ingresar a la sala de máquinas, enormes engranajes, correas y poleas que eran movidos por el vapor generado a partir del carbón, retrotraen al visitante al siglo XIX y a imágenes que hoy se ven únicamente en documentales históricos o -para los cinéfilos- en películas como la clásica "Tiempos modernos", de Charles Chaplin.
A los lados de las cajas de madera en las que se embalaban las latas de "corned beef" o "pecho" vacuno para exportar, se leen mensajes como: "Del rendimiento de cada uno depende la continuidad del trabajo para todos". O "El trabajo es la seguridad del hogar".
Walter Agustini, quien fue mecánico de la "latería", el área de armado de las latas, asiente con la cabeza al leer en voz alta.
La idea del capitalista explotador y el trabajador oprimido está bastante alejada de la realidad que vivieron Bradford y Agustini en aquellas cadenas de producción.
"Es lindo venir y ver estas cosas donde uno estuvo trabajando y ganándose la platita", reflexiona José con gran pragmatismo.
Agustini es el más romántico de los dos. Mecánico de oficio, se dedica a abrir una a una las máquinas y explicar su funcionamiento, con palabras que solo un entendido conseguiría seguir. Es fácil, sin embargo, distinguir el cariño con el que manipula aquellos aparatos de color verde, que funcionaban por pura sincronía humana, todavía engrasados como si simplemente estuvieran en un descanso de la faena diaria.
"Esto gira", "esto manda (la lata) para acá". "¡Preciosas máquinas!"... Por curioso que parezca, Agustini habla en presente cuando pone sus manos sobre cada una de aquellas piezas.
La guerra y la gloria
La usina fue instalada en 1863 como saladero y hasta 1921 estuvo en manos alemanas. Pasó a control de capitales ingleses oficialmente en 1924 y así funcionó como frigorífico hasta 1972, cuando quedó bajo control del Estado uruguayo. Su cierre se produjo en 1979, cuando el país comenzaba a atravesar tiempos difíciles.
Su período de apogeo estuvo ligado a las grandes guerras en Europa. Llegaron a trabajar 4.500 personas de 60 nacionalidades, y la capacidad de almacenamiento alcanzaba las 18.500 toneladas, un récord para la época. En el lugar había casas para los trabajadores casados y solteros, escuelas, e incluso consulados inglés y alemán. El conjunto sigue casi intacto.
"Al principio era un poco traumático ver la fábrica cerrada. Luego se convierte en un elemento de identidad. Y eso se transmite en emociones. Hay una apropiación del lugar" por la comunidad, relata Mauro Delgrosso, director del Museo.
"En esa salita trabajaba yo", dice Bradford, ahora sí con un dejo de emoción en los ojos, brillantes por el resplandor difuso del sol que se cuela a través de los vidrios empercudidos de las viejas ventanas.
Allí mismo, recuerda cuando entre 1943 y 1946 los jefes anunciaron que pondrían un tercer turno en la noche para aumentar la capacidad de producción y responder a la demanda de la Europa en guerra, que fue clave en la bonanza de Uruguay a mediados del siglo pasado.
"Había unos alemanes que estaban acá y cuando la guerra, los echaron al diablo", contó Bradford. "Todo iba para Inglaterra. Todo por la guerra. Dicen que a los soldados les daban una latita de 12 onzas (de carne procesada), o sea la chica", añade Agustini.
Ahora el Anglo, sus máquinas de hierro fundido, sus grúas estáticas, los restos de sus dos puertos, sus historias, las propias y las de quienes como Bradford y Agustini construyeron su vida en el trabajo en estas instalaciones, podrán ser conocidas fronteras afuera, por decisión de la UNESCO.
A los dos hombres, sin embargo, la memoria los transporta un poco más allá del reconocimiento en el papel. "Soñamos todos los días con el Anglo. Era nuestra segunda casa", dice uno. "Era un carnaval", lanza el otro. "Era muy lindo, ojalá se reabra el Anglo. Ojalá", remata Bradford.
Con base en AFP