Son menos pero no les importa. Lo mismo pasó el campeonato pasado. Lo mismo. Afuera y adentro. Eran menos y terminaron festejando. Nadie se queda sin gritar en la Ámsterdam. El sol los abraza, los bendice, en esa tribuna en la que se tuvieron que apretar casi todos. Nadie se guarda la garganta en el pedacito de la América, donde están más cómodos y a la sombra. Unos y otros cantan y saltan, poseídos por esos dos colores que una vez más les regaló una alegría.
En su peor torneo Peñarol sacó fuerzas para terminar el partido más importante con una sonrisa. Mucho tuvo que ver su técnico para que eso sucediera. Jorge Goncalves llegó jaqueado pero seguro. Desde el día que asumió supo que el clásico era el partido. Lo pensó, lo planificó, lo trabajó. Después en la cancha hablan los jugadores. Pero el idioma se los inculca el técnico.
El Carbonero fue un equipo poderoso físicamente, muy bien organizado tácticamente, con el plan aprendido a la perfección, inmisericorde con un rival que le otorgó todo tipo de facilidades defensivas.
La retaguardia hipotecó al Tricolor, que tampoco se pudo mostrar nunca como equipo. Tuvo pésimos rendimientos individuales, una flojísima actuación colectiva y una preocupante ausencia de rebeldía. Es el segundo clásico consecutivo que pierde Nacional y el segundo que recibe tres goles. El momento exige la implicación de los diferentes estamentos del club, entre ellos de los directivos que deberían dejar su obsesión sobre qué banco ocupa el equipo y por cuál túnel sale a la cancha y deberían centrarse en tratar de provocar la reacción de los jugadores.
Salió Peñarol a jugar la final del mundo desde el primer minuto. Concentrado, dispuesto, con tensión competitiva. La estrategia elaborada consistía en partir el equipo para darle orden y solidez defensiva. En ese sentido Peñarol armó dos líneas de cuatro por detrás de la pelota. A la hora de atacar, o bien Aguiar y Mauro Fernández se desdoblaban para asociarse con Antonio Pacheco y Rodríguez o se lanzaban pases a espaldas de los defensas adversarios para explotar la velocidad del centrodelantero.
Así llegó el primer gol a los 16. Rodríguez corrió con la pelota por la zona de Pablo Álvarez, por donde cayeron los tres goles, y definió cruzado contra el arco de la Ámsterdam.
El partido se jugaba como quería Peñarol, que imponía las condiciones ante un Nacional dubitativo, abstraído, superado por la situación. No tenía juego por el medio porque Nacho González estaba ausente, no tenía desborde porque Álvaro Fernández también faltaba a la cita, no contaba con Richard Porta escalonado y reducido a su mínima expresión, entonces quedaba apenas Iván Alonso para generar.
Fue Alonso quien lo empató en una jugada aislada, tras un tiro libre que vino desde la izquierda. Y cuando parecía que la estrategia se caía en un centro, Peñarol respondió a lo Peñarol un minuto después, convencido, como tantas veces en su historia. Se filtró Aguiar por la derecha, entró al área y de nuevo, definición cruzada ante la salida de Jorge Bava.
Peñarol no le discutía la pelota a Nacional. Dejaba que la tuviera, que la tocara. Parte de su estrategia era esa. Que el Tricolor se desgastara sin encontrar los caminos y terminara con pelotazos frontales para luego salir de contra.
Ni bien comenzó el segundo tiempo los de Goncalves pegaron de nuevo. Y esta vez fue un golpe de nocaut. En su tarde más gloriosa volvió a picar Rodríguez por el sector de Álvarez y al llegar al área cruzó el remate.
Confundido y sin respuesta, Rodolfo Arruabarrena tiró a la cancha a Álvaro Recoba, Alexander Medina e Ismael Benegas y pasó a jugar con un 3-4-1-2, todo en el mismo momento.
Sobre los 57 minutos algunos hinchas de Peñarol hicieron el bochornoso show habitual ante la mirada absorta de 45 mil personas en las tribunas y los protagonistas en el campo. Luego de 11 minutos se reinició el juego.
Más que en las piernas había que detenerse en los hombros de los jugadores de Nacional. Caídos, encogidos, resignados. A impulsos de Recoba, intentaron meterse en el área de un Peñarol que se sentía ganador.
A los 84 el Chino se las ingenió para dejar solo frente a Juan Castillo a Diego Arismendi, quien tocó abajo para el descuento.
Quedaban seis para los 90, más los minutos en los que el juego se detuvo, más los descuentos, pero la sensación era que el ganador del clásico no estaba en discusión.
Aguiar puso toda su capacidad y jerarquía al servicio del equipo y Nacional ni siquiera tuvo resto para intentar arrear a su rival.
En el partido señalado, Peñarol tuvo su mejor tarde. A lo Peñarol. Cuanto más difícil el reto, mejor funcionó. Fue un equipo ascendente, mejorado, consciente de la oportunidad que tenía enfrente. Nacional fue lo opuesto. Desfigurado e irreconocible, entregó un clásico en el que era amplio favorito y, tal vez, un campeonato que tenía servido.
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