En el primer mundial de fútbol, en Uruguay, 1930, Brasil aún no tenía intimidad con la pelota pero los sobrenombres ya se esparcían por la cancha. Nariz, Brilhante, Russinho y Preguinho empezaron una dinastía de humor y creatividad que era hasta hace poco tiempo un rasgo de los jugadores brasileños. ¿Quién se acuerda que Garrincha era en realidad Manoel dos Santos? Pero, según parece, dejó de ser cool hacerse llamar como el ídolo de piernas arqueadas, o como Renato Gaúcho, o como Robinho.
El fenómeno –que se puede intuir si uno hace memoria y compara, por ejemplo, la histórica selección de los años 80 (con Branco, Leão, Alemão, Zico y un entrenador, Telê, que tenía el nada sofisticado habito de masticar escarbadientes) con la actual, en donde los apodos puros prácticamente desaparecieron (queda Hulk)—fue cuantificado.
Hace 20 años, un 6,9% de los jugadores de la seria A apostaban en el diminutivo –“inho” en portugués (que sería el “ito” del castellano)— para consagrarse en los campos. Fue la era de gente como Marcelinho (con el Corinthians), y que cargaba con toda una tradición perpetrada por Didi, Vavá, Zito, Tostão, Juninho, Jorginho, Mazinho, Zinho, Ronaldinhos@*-no nos olvidemos que Ronaldo “Fenómeno” Nazário empezó como Ronaldinho y después fue sucedido por otro Ronaldinho, el Gaúcho (¡diminutivo y apodo!), sólo para mencionar los más conocidos. ¿Y qué decir de gente como Biro-Biro, Careca, Vampeta, Viola, Edmundo el Animal, Vagner Love? O Dunga, herejía imperdonable en la lógica actual --¿dónde se vio un jugador, y más entrenador, con nombre de personaje de Disney?
Hoy, dos décadas después, los “inhos” ocupan 4,2% de las camisetas en la división A. También los que usan aumentativos (los “ão” –“ón” en español--, como en el caso de Felipão, el entrenador de Brasil) se volvieron minoría de las minorías: si ya no eran abundantes (sólo el 1,4% de los jugadores hace 10 años lo utilizaban), ahora son todavía menos y representan el 1,1%.
Un estudio hecho por el diario “Folha de S.Paulo” muestra que, entre los 627 jugadores de los 20 equipos que actualmente disputan la serie A, 117 de ellos (es decir, 18,6%) optaron por mostrar su nombre y apellido en la espalda. SeTrata de la misma cantidad de los que –en el extremo opuesto-- siguen prefiriendo alguna denominación alternativa, como apodos o diminutivos.
Hace 20 años, esta cifra era casi 10 puntos porcentuales más grande: 27,8% de todos los integrantes de la primera división seguían la onda de los nombres llenos de “itos”, o descontracturados y a veces divertidos, a ejemplo de gente como el calentón Serginho Chulapa (lunfardo en aquel entonces para los que tenían los pies grandes), que en los 70 y 80 brilló principalmente en el San Pablo. O como Cafu –hombre récord en cuanto a partidos jugados por la selección brasileña, además de ser el único que participó de tres finales de Copas del Mundo—, quien en la década de los 90 empezaba su ascenso en una carrera cerrada hace cinco años. Ícono en el reino de los apodos, si los hay.
En estos tiempos, sólo un 7,8% de los atletas usaban la identificación de la cédula.
Según jugadores y empresarios del deporte, usar nombre y apellido es algo que actualmente hace que un atleta brasileño se venda mejor, especialmente en Europa. Victor Ramos, el defensa del Vitória, de Bahia, cierta vez comentó que, como tenía “cara de europeo”, necesitaba “un nombre complejo”.
El año pasado, el mediocampista del Corinthians conocido como Matheusinho pidió que empezaran a llamarlo Matheus después de que su equipo venciera al América de Minas Gerais en una instancia de la Copa São Paulo de Fútbol Júnior. Lo mejor fue su explicación: Matheusinho “no combinaba” con el “fútbol de gente grande” que había mostrado.
En el Inter de Porto Alegre hasta hace poco tiempo los jugadores recibían la recomendación de utilizar sus nombres verdaderos, especialmente los descendientes del Viejo Continente. En el São Paulo ahora pasa lo mismo. Que lo diga Caramelo, lateral que trató de imponer su sobrenombre sobre el Mateus Lucena dos Santos de la partida de nacimiento. Al final, quedó Mateus Caramelo. El apodo, explica, surgió en razón de su “dulzura con las mujeres” y por ser “hijo de un negro y una rubia”, lo que le habría dado ese color particular.
Para algunos especialistas la tendencia está vinculada también al avance de lo políticamente correcto en el fútbol, en donde los apodos son vistos como una brecha para impulsar actividades negativas como el bullying. Más correcto, puede ser. Y también con menos gracia, eso, sin lugar a duda.