Ese delicioso cerebro fragmentado

Esta sociedad conservadora, estúpida y cruel suele estigmatizar lo que no entiende. Y eso está bien, porque sino fallaría como sociedad conservadora, estúpida y cruel. Pero no contenta con estigmatizar planchas, travestis y vendedores callejeros de perfume se mete con un pilar silencioso de la propia sociedad: el ajo.

Actualizado: 24 de mayo de 2013 —  Por: Pascual Aguirre Dumont

Ese delicioso cerebro fragmentado

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Mientras cenaba en Tembé, mi taberna de confianza, fui testigo y luego partícipe del siguiente diálogo:

- Buenas noches, ¿qué se puede cenar?- preguntó un hombre desde la mesa de al lado (en Tembé, donde solo hay tres mesas, todas son la de al lado).

- Hoy hay Gemistá, una receta griega de morrón relleno de arroz con tomate, cebolla y hierbas.- respondió Roberto, chef y mozo de la taberna, un joven cocinero que tendría un futuro maravilloso si no tuviera un bigote tan indigno.

- Suena bien, ¿por casualidad eso tiene ajo?

- Sí, por supuesto, ajo a roletes.- contestó Roberto estirando el bigote con una sonrisa amplia.

- Ah, ¿y no hay otra opción?

- Mmm, no, acá servimos un plato único cada noche.

- ¿Y no hay forma de sacarle el ajo?

- Mmm, tendría que abrir los morrones, sacar el ajo picado de entre los granos de arroz uno a uno y después pasarlo por agua. Es un procedimiento un poco menos higiénico de lo que ya es nuestra comida en general. ¿Sos alérgico al ajo?

- No, no. El tema es que…

- ¿No te gusta el ajo?

- No, no es eso…

- ¿Te molesta el olor? ¿De chico te pegaban con un atado de ajos? ¿Cuando cumplías años tu madre ponía dientes de ajo dentro de los envoltorios de los caramelos para después ponerlos en la piñata así tus amigos se los comían y no te volvían a hablar? ¿Eh?- Roberto ya se estaba poniendo nervioso y grosero, cosa extraña porque eso recién pasaba alrededor de la medianoche, después de la visita de su dealer. Conociendo su susceptibilidad con todo lo relacionado con el ajo y con su bigote me decidí a intervenir.

- Roberto, traeme dos morrones de esos bien cargados de ajo y una copa de vino de $20.

Una vez que el cocinero se metió en la cocina, me acerqué a la mesa vecina y me presenté ante el ajofóbico:

- Pascual Aguirre Dumont, bon vivant. Cuénteme buen hombre, ¿por qué no tolera el ajo?

- No como ajo por motivos espirituales.

- ¿El señor es un vampiro?- por las dudas me tapé la yugular con mi pañuelo bordeaux.

- No, no. Hago meditación trascendental. El ajo es el mayor enemigo de la concentración. Después de estudiar el tema lo excluí de mi dieta. Ya los antiguos yoguis hablan del ajo como un agente dispersante, uno de los peores obstáculos en el camino de la meditación.

Roberto trajo el plato y se colocó detrás de la barra, lanzándonos una mirada asesina y dos panes para acompañar los morrones.

- Hagamos una cosa, pruebe un par de bocados, Roberto lo ve comer y usted se va tranquilo de acá. Yo lo he visto acuchillar a un cliente por dejar una guarnición. Un espectáculo lamentable. Roberto es muy descuidado y tiene la cuchilla desafilada, como no penetraba en el vientre tuvo que empujar como 10 minutos, recién cuando vine yo y lo ayudé pudo hacer una herida más o menos digna.

El hombre probó en silencio. Roberto sonrió y se fue a la cocina.

- Mire amigo, venir a un establecimiento como éste y pavonear su repulsión al ajo es estúpido y suicida. Por eso tiene ganado mi respeto, pero no mi simpatía. A mí la humanidad no me genera muchas expectativas, desde que salimos de las cavernas hemos alcanzado muy pocas verdades fundamentales, aceptadas y entendidas por todos: que el ajo es bueno es una de ellas. Ahora usted cómodamente se sienta en la mesa de la posmodernidad y quiere tirar abajo eso. Sepa esto: a mí la posmodernidad no me arma el menú. Me lo armó mi madre, que a todo lo que se movía le frotaba un ajo; me lo armó mi abuelo, que se comía un diente de ajo entero al despertarse y vivió hasta los 104 años (aunque es cierto que hasta el mediodía no había quien se le acercara por el aliento a búfalo que arrastraba); me lo armó mi bisabuelo, que amasó una fortuna en la gran hambruna irlandesa de 1845 haciendo pasar ajos por papas concentradas, y hoy me lo arma Roberto, que respira ajo, que siente el ajo, que vive…

- He notado que Roberto hace todo a medias –interrumpió el ajofóbico-. No termina de picar una cebolla y pela una parte de la zanahoria para pasar a rallar queso. Mire bien su morrón, está quemado de un lado y crudo del otro. Eso es típico de un consumidor diario de ajo. No tiene capacidad de concentración, se dispersa ante el menor estímulo. Aguirre Dumont, ¿me está escuchando?

- Disculpe, estaba mirando el moscardón que está parado sobre esa botella. ¡Roberto, dos copas de vino más! Bien, ¿a dónde iba?

- Déjeme probarle mi punto partiendo de algo más gráfico: una cabeza de ajo viene fragmentada en lo que conocemos como dientes. Cada diente, al consumirlo, fragmenta nuestra propia cabeza: dispersa nuestras ideas, disminuye el poder de concentración limitando nuestro verdadero potencial. El ajo es la materialización de nuestro propio cerebro fragmentado.

- ¿Y cómo explica que el ajo sea la base de la dieta mediterránea, cuna de la civilización?

- Justamente, la mayoría de los países mediterráneos están en crisis. ¿Acaso la crítica que los alemanes le suelen hacer a españoles, italianos o griegos no es su falta de compromiso y despilfarro?

- Amigo, estamos en las filas opuestas del espeto corrido de la vida. A mí deme ajo, aunque venga con desocupación, indignados y Berlusconi. Usted quédese con el pleno empleo, el compromiso y el chucrut. El ajo nos puede caer mal, nos puede pudrir el aliento y, si es como usted dice, hasta puede limitar nuestras capacidades mentales. Pero si ese es el precio a pagar por sacudir esa vida sin riesgo que la patota de lo políticamente correcto nos quiere imponer, lo pago.

El hombre terminó su morrón y se fue. Yo repetí mi plato.

Dos noches después lo vuelvo a ver en Tembé. Se lo notaba inquieto.

- ¿Cómo anda, amigo?

- Pasé dos días sin poder meditar. Comenzaba los ejercicios de relajación y a los 10 segundos estaba en el sillón haciendo zapping o mirando páginas deportivas en internet. Nunca estuve más lejos de mi centro ni supe tanto de los problemas internos de Nacional. ¿Qué estás comiendo?

- Skordaliá, una salsa griega que hace Roberto con pan mojado y mucho ajo- le respondí.

El hombre quiso empezar una frase pero la interrumpió para pedirle una porción a Roberto, después se quedó con la mirada perdida en dirección a los vinos. Hedía igual que mi abuelo por las mañanas.