Como se sabe, la pobreza ha ido disminuyendo claramente en los últimos años. El Panorama Social de América Latina 2012 de la CEPAL, por ejemplo, ubicó a fines del año pasado al Uruguay como el país que muestra los mejores indicadores combinados de pobreza y desigualdad social (nuestro país es el que ostenta los menores niveles de pobreza y los mejores niveles de igualdad social de América Latina) lo que no es poca cosa. El tema ha sido comentado ampliamente por parte de diferentes voceros del gobierno, quienes -con razón- exhiben estos indicadores como una muestra clara de los positivos resultados de las políticas públicas puestas en práctica, al menos desde la llegada del Frente Amplio al gobierno nacional, por lo que no hace falta insistir al respecto.
Sin embargo, se conoce menos la distribución entre generaciones de tales mejoras en el campo social. Un reciente informe de la CEPAL, redactado por Cecilia Rossel, analiza el “desbalance etario del bienestar”, centrando la mirada en “el lugar de la infancia (y la adolescencia) en la protección social de América Latina”, y muestra cómo se distribuyeron estas mejoras entre las diferentes generaciones, señalando que la pobreza bajó del 34 % al 18,6 % en el grupo de 0 a 5 años, del 31,7 % al 17,6 % en el grupo de 6 a 12 años y del 26,1 % al 14,8 % en el grupo de 13 a 17 años, siempre comparando 1990 con 2010. Sin ninguna duda, avances sumamente relevantes.
Pero al comparar la relación existente entre la pobreza en menores de 18 años y la población de 18 a 64 años, se constata que ésta subió de 1,99 a 2,30, al tiempo que la relación entre la pobreza en menores de 18 años y la pobreza en la población total, pasó de 1,56 a 1,72. Hasta aquí las cifras muestran que la pobreza en menores de 18 años bajó menos que en el resto de la población, pero este fenómeno se ve mucho más claro cuando se compara la pobreza en menores de 18 años con la correspondiente a los adultos mayores (de más de 65 años), la que pasó de 4,77 a 12,33, siempre entre 1990 y 2010. Esto quiere decir, que la pobreza en niños y adolescentes es 12 veces más alta que entre los adultos mayores, cuando era (en 1990) menos de 5 veces más alta.
El tema no es nuevo. Desde los años ochenta, con los estudios pioneros de Juan Pablo Terra, venimos hablando de la “infantilización de la pobreza”, y los estudios de Ruben Kaztman y Fernando Filgueira (entre otros) en los años noventa, siguieron confirmando y analizando con más detalles y precisión el fenómeno. Durante décadas, se construyeron acuerdos que señalaban que estas brechas se producían -básicamente- por la “matriz” de protección social construida en nuestro país, sobre la base de transferencias de recursos ligadas a la figura del activo en las familias, fundamentalmente a través de pensiones y jubilaciones, por lo que más recientemente, se ha tratado de responder al fenómeno, por la vía de la ampliación de transferencias no contributivas, destacándose el caso de las asignaciones familiares.
Podría decirse -con sólidos fundamentos- que dichas medidas explican en buena medida (junto con la mejora general, explicada a su vez por la mejora en los indicadores macroeconómicos y la producida en el mercado de trabajo, descenso del desempleo, mejora de los salarios reales, etc.) la favorable evolución registrada, pero al mismo tiempo, las cifras que acabamos de destacar, muestran que tales iniciativas no han sido suficientes como para mejorar -en la misma medida- la situación de las generaciones más jóvenes en comparación con las generaciones adultas.
Esto tiene que ver, seguramente, con las opciones de política pública (en los campos económico y social) asumidas por los últimos dos gobiernos, que han priorizado la mejora de los principales indicadores del mercado de trabajo, de la mano de la re-instalación de los Consejos de Salarios, que han permitido que empresarios y trabajadores acuerden las principales medidas a adoptar en este campo, todo lo cual ha sido complementado con transferencias monetarias condicionadas (pero no contributivas) en el marco de los principales programas del Ministerio de Desarrollo Social. Lo que parece evidente, es que éstas últimas no han sido suficientes, con lo cual, se ha producido esta evolución desfavorable (en términos relativos) para las generaciones más jóvenes.
Lo dicho puede verificarse, asimismo, si se miran las cifras vinculadas con la favorable evolución del desempleo en los últimos años, comparando las mejoras producidas en los menores y mayores de 25 años, esto es, comparando el desempleo juvenil con el desempleo adulto. Un reciente informe de la OIT y la CEPAL brinda la información correspondiente al período 2007 – 2011, mostrando como el desempleo juvenil bajó del 24,3% al 17,5%, al tiempo que el desempleo adulto bajó del 6,1% al 3,8%, con lo cual, la relación entre desempleo juvenil y desempleo adulto pasó de 4,0 a 4,6%, lo que significa que -en términos relativos- los jóvenes se han beneficiado menos que los adultos de las mejoras registradas en el mercado de trabajo, al punto que el desempleo juvenil es más de cuatro veces mayor que el desempleo adulto.
Lo dicho puede admitir varias lecturas, no necesariamente excluyentes, pero desde nuestro ángulo, lo más importante es constatar que el fenómeno de la “infantilización de la pobreza” sigue presente en nuestra sociedad (a pesar de la disminución de los niveles de pobreza en los menores de 18 años) y que otro tanto ocurre con la exclusión juvenil del mercado de trabajo. Si esto es así, y parece haber suficiente evidencia al respecto, sería un gran error que la sociedad en general y el gobierno en particular, se contentaran con la evolución favorable en el plano general, sin tomar debida conciencia de las situaciones particularmente críticas en las que siguen estando las generaciones más jóvenes (con todas las consecuencias que tal situación implica inevitablemente).
Y si esta conclusión es compartida y se asume la necesidad de actuar en consecuencia, evidentemente habrá que ampliar varios de los programas destinados a niños y jóvenes que se vienen implementado en los últimos años, procurando una significativa mayor cobertura de los mismos. Esto debiera ser particularmente destacado en lo que tiene que ver -por ejemplo- con los Centros CAIF, con el monto de las asignaciones familiares y con la promoción de la capacitación laboral y el empleo juvenil, áreas en las que habría que invertir mucho más y mejor, si queremos cambiar esta preocupante situación. En definitiva, nos deberíamos preguntar mucho más enfáticamente, que lugar le estamos dando a nuestros niños y nuestros jóvenes en la sociedad.
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