Nos encontramos construyendo nuestro próximo enemigo, moldeándolo, legislando respecto de un otro que queremos convencernos de que es diferente, que no tiene nada que ver con un nosotros que se encuentra lejos de la violencia, los delitos, los vicios, y la ausencia de valores que ponen en crisis la sociedad. Esta labor no tiene nada de novedosa, aún en un país con poco más de dos siglos de historia tenemos sobrados ejemplos de ello. Ejemplos y mala memoria.
Necesitamos hablar de cambio de valores, de la existencia de una nueva cultura, de subculturas, hasta de pandillas juveniles y maras. Existe una subespecie de personas con una racionalidad diferente, gente perversa que es preciso neutralizar. La mayoría de las personas que nos comunican esta novedad vienen haciéndolo desde hace más de una década y representan a sectores conservadores que lo han hecho desde siempre, pero ahora hay otros nuevos. Todos son los voceros de una racionalidad que parece hegemónica.
No tienen la misma relevancia, ni son considerados en el análisis los conflictos entre vecinos que terminan en muerte, las muertes producto de la violencia doméstica, los feriantes que solucionan sus conflictos tiroteándose, los comerciantes que están armados y usan periódicamente sus armas, la violencia del tránsito y sus accidentes, los niños que acceden a armas de fuego y provocan muertes accidentales. Sin dejar de reconocer que el documento presentado hace unos días por el Gobierno los parece contemplar, todos estos episodios generalmente no son analizados en el conjunto, suceden como aislados salvo que podamos forzar su inclusión a través de la figura del joven consumidor de pasta base.
El problema de la criminalidad, la convivencia y la violencia existe y es preciso hacer algo al respecto. Todos estamos de acuerdo. ¿Pero qué tanto hay de nuevo en algunas de las propuestas? Muy poco. En la década en la que el presidente de la República llegaba al mundo se argumentaban este tipo de problemas respecto de un Uruguay que ahora vemos como idílico, hiperintegrado, campeón del mundo y feliz. En efecto, entre las lacras sociales que constituían un flagelo nacional se encontraban no sólo los menores, sino también los toxicómanos, consumidores de estupefacientes. Casi un siglo después creemos descubrir la pólvora.
El documento de estrategia por la vida y la convivencia elaborado por el Poder Ejecutivo, realiza un planteo general adecuado, pero recoge varias de las ideas antes mencionadas sobre la emergencia de una nueva forma social.
Poco después de nacido el actual presidente, se aprobaba la ley 9.692 de setiembre de 1937. Establecía el monopolio del Estado sobre los estupefacientes, expresando que sólo el Estado podría adquirir estas sustancias de los productores y que el producido se dedicaría a los gastos que ocasionen la represión y asistencia de los problemas de drogodependencia.
Pero las semejanzas no terminan allí. La ley antes mencionada aprobada en el segundo mandato del dictador Gabriel Terra, preveía para los casos en los que se verificara el uso de estupefacientes no justificado por prescripción médica, que la Justicia dispusiera “de inmediato la internación del toxicómano, previo examen de médico forense… dentro de las 24 horas”. A ese efecto el Ministerio de Salud Pública habilitaría un servicio especial. La ley disponía que la internación se prolongaría “por un espacio de tiempo no menor de dos meses, ni mayor de dos años” y para permitir la salida del recluido sería “menester la autorización del Juez que entendió en la causa”, quien para acordarla recabaría informes médicos.
Esa ley fue considerada derogada por la ley 10.071 de octubre de 1941 sobre vagancia, mendicidad y estados afines, aprobada en la década del nacimiento del actual ministro del Interior. La primera ley mencionada no refería a la peligrosidad de estas personas, para sí o para terceros, pero la segunda y el actual proyecto son explícitos en referencia al tema. Esta última ley aprobada en el gobierno Alfredo Baldomir, quien también fuera dictador, dispuso que se aplicará al consumo “en lugares públicos y aún en lugares privados cuando en ese estado alteren el orden y constituyan un peligro para los demás”.
Sólo para agregar una perla autoritaria más al collar, corresponde mencionar al actual artículo 40 del Decreto-ley de Estupefacientes impuesto por la dictadura en 1974. Dicho artículo dispone que “el que fuere sorprendido consumiendo sustancias estupefacientes o usando indebidamente sicofármacos o en circunstancias que hagan presumir que acaba de hacerlo portando estupefacientes para su uso personal, deberá ser puesto a disposición del Juzgado Letrado de Instrucción de Turno”. El juzgado ordenaría un examen del detenido por el médico de la Comisión Nacional de Lucha contra las Toxicomanías y por el médico forense, quienes deberían redactar un informe en 24 horas. Si del examen surgía que se estaba ante “un drogadicto”, el juez impondría “el tratamiento en un establecimiento público o privado o en forma ambulatoria”.
La inseguridad generada por la criminalidad y la violencia constituye un grave problema donde se encuentra en juego el cumplimiento de los derechos humanos. Esto implica que la construcción de la política sobre seguridad ciudadana debe incorporar los estándares de derechos humanos como guía y como límite a las intervenciones del Estado. Pero también desde la perspectiva de los derechos humanos la seguridad ciudadana debe ser concebida como el derecho de todas las personas a vivir libres de las amenazas generadas por la violencia y el delito. No debería formularse de modo alguno la existencia de una contraposición o incompatibilidad entre el respeto de los derechos y el desarrollo de políticas eficaces de seguridad ciudadana.
Una política pública debe estar planificada, debe ser sustentable con tiempos de ejecución de mediano y largo plazo, debe permitir la racionalización de los recursos disponibles, debe desarrollar acciones mensurables sobre la base de fuentes de información transparentes y confiables, debe asegurar la participación de los actores involucrados y especialmente del saber experto, debe contar con una institucionalidad profesional y una estructura adecuada. Buena parte de estas características generales de las políticas públicas se encuentran deficientemente desarrolladas en la actualidad y es imprescindible abordarlas como un reto en el Uruguay del futuro. Lamentablemente buena parte del debate actual y algunas de las iniciativas legislativas y reglamentarias no parecen estar dirigidas a esta labor.
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