Denise Mota

El "bobo" de la escuela

En este momento, en Brasil nadie está entendiendo nada. La perplejidad es profunda y completa. Los más de 60 tiros que Wellington Menezes disparó en la escuela municipal Tasso da Silveira, con especial predilección por las niñas, alcanzó también la manera en como los brasileños se perciben a si mismos.

Actualizado: 17 de abril de 2011 —  Por: Denise Mota

El comentario que más se escucha –y que debe repetirse por un largo tiempo— es que la atrocidad cometida por el muchacho tímido de 24 años en la periferia de Rio de Janeiro “no es parte de nuestra cultura”. “En Brasil eso no pasaba, no tiene precedentes.”

Wellington pegó un tiro en el corazón del ethos nacional, el mismo que, aunque todo vaya mal, trata de rescatar el hecho de vivir en un país “bendecido por Dios y bonito por naturaleza”. La violencia siempre se dio –aún en tiempos de narcotráfico armado hasta los dientes— con un objetivo claro, sea robar un par de championes de marca, sea secuestrar una familia rica o no tanto, sea escapar de la policía, sea eliminar la competencia en el crimen, sea vengarse por un tema personal. Aún no se había inaugurado el crimen de dimensiones masivas sin razón inmediata, el horror patológico a la luz del día, rápido, a quemarropa.

Las señales de estupefacción y falta de claridad para discernir los motivos de esa tragedia (si es que todo tiene que tener un porqué inmediatamente reconocible) abundan. En Brasília la muerte de los adolescentes motivó que padres y alumnos se quejen de la falta de seguridad en las escuelas públicas, del hecho de que “desconocidos” entren en estos establecimientos.

El presidente del Senado, José Sarney, dijo que es necesario profundizar y dar mayor vigor a la llamada “Ley del Desarme” –que tiene por objetivo desarmar la población por medio de un control más grande de la circulación de armas y campañas que estimulen a la gente a deshacerse del armamento que tenga en casa.

Por partes. Wellington no era un “desconocido”, incluso llegó a intercambiar unas pocas palabras con una maestra que lo reconoció, ya dentro de la escuela y minutos antes de llevar a cabo su terrible plan.

En la carta que dejó allá, Wellington habla de su virginidad y del hecho de no poder ser tocado por un “impuro” (alguien que hubiera cometido adulterio o mantenido relaciones sexuales sin estar casado), informa que desea que su casa sea utilizada a favor de los animales y que pidan por él el perdón de Dios por lo que había hecho. Un día después de la tragedia, un sobrino suyo afirmó que entre los proyectos del tío estaba explotar el Cristo Redentor.

Queda evidente que, por más positiva que sea la iniciativa de rediscutir la Ley del Desarme --y la campaña que el Estado promete realizar sobre el tema en el segundo semestre--, Wellington no dejaría de hacer lo que hizo porque el gobierno esté en la tele diciendo que no está bueno tener armas.

El secretario de seguridad pública de Rio, José Beltrame, consideró que lo ocurrido se inscribe en la infinita y atemorizante galería del imponderable y que no se puede cerrar las escuelas a la comunidad. Se trata de una voz corajosa, que se levanta para marcar lo obvio en un momento en que el dolor confunde los sentidos.

No es viable pensar que se puede instalar detectores de metal en todas las puertas de los establecimientos de enseñanza de Brasil. Hay escuelas que ni siquiera sillas tienen. Tampoco impedir que un ex alumno visite su escuela. Las escuelas son, por esencia, espacios de ejercicio de la ciudadanía, puntos de encuentro de la comunidad, rincón de convergencia, de intercambio social. Sería como planificar la instalación de detectores de metal en iglesias, o en ferias libres, o en plazas. O en cada esquina. Porque la acción de Wellington podría haber pasado en cualquier otro lugar.

Y ahí es donde se instala una de las otras razones para el asombro atroz de la sociedad brasileña, más allá del abominable asesinato múltiple y de las imágenes chocantes que inundaron el día a día: lo que pasó en Realengo podría haber pasado con cualquiera, en cualquier lugar, a cualquier momento. Columbine es acá.

Sea porque sufrió humillaciones en la adolescencia, sea porque tenía VIH (según se dijo en algún momento), sea porque presentaba problemas psicológicos hereditarios (su madre, cuentan los hermanos de Wellington, padecía esquizofrenia), la verdad del muchacho raro, de pocas palabras, que “nunca apareció con novia y que era el bobo de la clase” –según recuerda uno de los ex compañeros de escuela—, sólo la tenía él, y cayó inerte en el segundo piso de una escuela pública.

La única certeza que queda es un mar de especulaciones y 12 familias destrozadas para siempre.



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