La Casa del Zurcido Invisible

Con los bolsillos del pantalón rotos de tanto caminar con las manos adentro llegué a La Casa del Zurcido Invisible; no sólo solucioné ese problema que en un mes me hizo perder dos juegos de llaves y el equivalente en monedas a un sueldo mínimo: descubrí a un grupo de gente que convirtió el tapar agujeros en una forma de vida.

Actualizado: 17 de diciembre de 2010 —  Por: El Yape

La Casa del Zurcido Invisible

Sin datos (Todos los derechos reservados)

(escrito por Rodolfo "El milonga" Wilsterman)

La verdad que descubrir a ese grupo de gente me costó un poco más de lo que creía. Detrás del mostrador no parecía haber nadie, sólo percheros llenos de ropa a zurcir, agujas y maniquíes.

Traté de llamar la atención de algún empleado silbando en dirección a una puerta, pero nadie salió. No hay nada que me ponga más nervioso que quedarme solo en un local, debe ser porque de chico mi padre me olvidó en London Paris y recién me fue a buscar cuando ya era McDonald’s.

Tosí con fuerza un par de veces, nada: la puerta cerrada, los vestidos heridos colgados de las perchas, las agujas apuntando hacia mí, los maniquíes con la mirada perdida y fija como tramando algo.

El clima era medio turbio y sentía que si no hacía nada en cualquier momento un maniquí me iba a zurcir como tripa de chorizo. Hice sonar mi celular, atendí y empecé a hablar solo para ver si algún empleado me escuchaba, pero nadie respondía (nadie del local, en la charla imaginaria mi socio imaginario me decía que hubo una complicación en el puerto con la carga imaginaria que esperaba mi empresa fantasma y que tenía que ir a arreglarlo: increíble, me la complico hasta en mis fantasías). Ante la falta de respuesta real yo me metía más en la charla imaginaria levantando la voz, puteando a mi socio imaginario porque siempre me tengo que hacer cargo de todo, diciéndole que ésta no se la iba a dejar pasar mientras salía de La Casa del Zurcido Invisible, colgándole en su cara irreal mientras me subía a un taxi y le decía al tachero que me llevara a Bartolomé Mitre y Cerrito, una dirección que me pareció perfecta para una empresa fantasma que tiene negocios imaginarios en el puerto.

Llegamos a la Ciudad Vieja, di media vuelta y encaré rumbo a La Casa del Zurcido Invisible caminado con las manos en los bolsillos del pantalón, rompiéndolos cada vez más.

Veinte minutos después estaba de nuevo en el local vacío.

“A la mierda campeonato” me dije, pasé para el otro lado del mostrador y golpee la puerta como si no hubiera mañana. Nadie respondió. Decidí irme de ahí con la poca dignidad que me quedaba (36 pesos de dignidad, lo que me sobró del taxi). Cuando pasé al lado del mostrador enganché una taza sin querer y la tiré. Después de escucharla partirse me di vuelta para levantar los pedazos, pero no la vi. La busqué por el piso del local y cuando levanté la vista estaba arriba del mostrador, intacta. Busqué a mi alrededor, agarré una calculadora y la tiré contra la pared: apenas cayó al suelo quebrada volvió a aparecer como nueva del otro lado del mostrador. Me saqué los pantalones y los tiré hacia la puerta esperando que aparecieran con los bolsillos arreglados, pero no pasó nada, quedaron arrugados en el piso como perro echado.

“¿Qué pasa, mi ropa no sirve en este lugar?” grité al vacío. “Pará un cacho, flaco, que nos quedamos sin hilo” contestó una voz de mujer.

-¿Me están agarrando de gil?- pregunté mirando hacia la puerta.

-No muchacho, es que a veces nos quedamos sin hilo. La vida es eso, m’hijo: un ovillo que se termina pero deja a su paso diversos tejidos: los recuerdos- contestó una voz de hombre, mitad canario, mitad taoísta.

-No me refiero al hilo. Hace tiempo que estoy acá esperando. ¿Por qué no aparece nadie para antenderme?

-Porque esto es La Casa del Zurcido Invisible, papi, ¿no viste el cartel? Después no querés que te agarremos de gil…- respondió otra mujer, que era más compadrita que taoísta.

-¿Y por qué me están hablando entonces?- pregunté con gesto inquisidor.

-Porque sino sería La Casa del Zurcido Inaudible, huevón. ¿Cachai?- contestó una voz finita y chilena

-Ya conseguimos hilo, ahí está su pantalón señor- dijo la voz de la primera mujer.

Fui hasta el mostrador y lo agarré: los bolsillos como nuevos, sin ninguna marca

-¿Cuánto es?-

-Treinta y cinco pesos.-

Dejé la plata arriba del mostrador, me puse los pantalones y me fui de La Casa del Zurcido Invisible con un peso en mis flamantes bolsillos y la certeza de que lo esencial es invisible a los ojos, por eso en el Rincón de lo Específico siempre habrá espacio para quienes se ocupan del árbol y no del bosque.

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